No sé a ciencia cierta si quiero contarte esta historia… ¿Sabes?, creo que una de las cosas que más admiro en vosotros, los llamados animales, es que tenéis cara de lo que sois. Entiéndeme, no me malinterpretes, nunca adoptáis poses de salva-patrias o de intelectuales, de líderes o de profetas, de locos geniales o de alcahuetas. Cuando conozco a alguien-persona, no tiene sólo cara de hombre o de mujer. Sólo los niños; bueno, algunos niños. Incluso, y es lo más de lo más, encuentras quien se presenta como un nombre y apellidos-trabajo, su maldito y estúpido trabajo. ¿Puedes creerlo? Fulanito de tal, esto y lo otro, lo de más allá y en tal sitio. ¿Qué te parece?… Con lo bien que suena: Fulanito. Punto y pelota, como tú dices. Así que… Aquí, Mona –bueno, Pomona, si así lo quieres. Y ves a una perrita guapa, renegona y malas-pulgas. Sí, comprendo tu inquietud. No es nada el hombre sin careta. ¡Qué pereza tan grande te da todo esto! ¿Verdad?… Ya te lo dije, no estaba seguro de querer contarte… Dile a Charles, tú que puedes, que todo sigue igual o peor; sí, bastante peor que cuando nos dejaron él y su entrañable Edgar, cuervo incluido. Ahora, escucha ¿Qué crees que pueda ser? Tengo como un suspiro atragantado, una emoción escondida con cara de hastío que naufraga entre el pasado y el rancio mobiliario negro del salón, y no sé qué pensar. ¿Tú qué opinas?… Ya, claro. No debí contarte esta historia. Comprendo. Mil perdones.
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