viernes, 24 de diciembre de 2010

Spleen de Mona

No sé a ciencia cierta si quiero contarte esta historia… ¿Sabes?, creo que una de las cosas que más admiro en vosotros, los llamados animales, es que tenéis cara de lo que sois. Entiéndeme, no me malinterpretes, nunca adoptáis poses de salva-patrias o de intelectuales, de líderes o de profetas, de locos geniales o de alcahuetas. Cuando conozco a alguien-persona, no tiene sólo cara de hombre o de mujer. Sólo los niños; bueno, algunos niños. Incluso, y es lo más de lo más, encuentras quien se presenta como un nombre y apellidos-trabajo, su maldito y estúpido trabajo. ¿Puedes creerlo? Fulanito de tal, esto y lo otro, lo de más allá y en tal sitio. ¿Qué te parece?… Con lo bien que suena: Fulanito. Punto y pelota, como tú dices. Así que… Aquí, Mona –bueno, Pomona, si así lo quieres. Y ves a una perrita guapa, renegona y malas-pulgas. Sí, comprendo tu inquietud. No es nada el hombre sin careta. ¡Qué pereza tan grande te da todo esto! ¿Verdad?… Ya te lo dije, no estaba seguro de querer contarte… Dile a Charles, tú que puedes, que todo sigue igual o peor; sí, bastante peor que cuando nos dejaron él y su entrañable Edgar, cuervo incluido. Ahora, escucha ¿Qué crees que pueda ser? Tengo como un suspiro atragantado, una emoción escondida con cara de hastío que naufraga entre el pasado y el rancio mobiliario negro del salón, y no sé qué pensar. ¿Tú qué opinas?… Ya, claro. No debí contarte esta historia. Comprendo. Mil perdones.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Filomena

No sé bien si sus ojos son grises, azules o pardos, porque el velo de sus cataratas me impide encontrar lo que fueron. Pero esos ojos agrandados, lacrimosos y bolsudos , me persiguen obsesivamente. Yo quisiera dejarlos de ver en mi mente continuamente, y no lo consigo. Filomena , no está sola, pero está muy sola. Otros ojos tristes, ausentes, apagados, rencorosos o inquietos la rodean, pero me parecen más resignados, y yo no puedo dejar de recordar los suyos, quizás porque se asfixian de ser ignorados. A casi todos los ancianos les vi alguna vez en compañía, pero a ella nunca. Me reconoce siempre que me entrevé, desde el primer día que le hablé, aunque su mente está ya bastante confusa . Creo que está tan ansiosa porque alguien le dé un poco de ternura o conversación , tan cansada de que no la vean, y si no, la acallen diciéndole "luego Doña Filomena, luego"."No le hagas caso". Cuando habla sólo habla de dolor y de lo mucho que la ignoran . Ya no habla de si pasa frio o de si ese día la comida estaba buena o mala, de si se aburre o de quién fue en su juventud. No encuentra la resignación que algunos otros parece que van encontrado. Lo triste, lo que más le angustia es no ser percibida. Cuando me voy precipitadamente y la encuentro en mi camino, no puedo evitar al menos decirle adiós, como a sus otros compañeros, pero Filomena siempre me atrapa y me hace caer en la telaraña de su ansiosa vida. A pesar de mis prisas intento apaciguarla . Mi corazón, que ya llega enfermo y se marcha, a pesar de la costumbre, medio roto, de pronto no puede más que volverse casi de piedra y después de pararme a escucharla , decirle: "No se enfade, mujer, no se enfade". Cortarle la palabra y despedirme "ya terminaremos de hablar, ¡hasta pronto!, hoy tengo prisa". Me entristece tener que decir, al fin y al cabo, algo parecido a ese repetitivo " luego".

martes, 16 de noviembre de 2010

El paseo de Mona

¿Paseo? ¿Calle? De la rue? Qu’est-ce que c’est? Huy, qué nervios tengo! Sí, lo habéis adivinado, ¡que me meo!… Me atan, pero… pourquoi?… Era pequeña y blanca como un rollito de primavera. Sus bucles dorados eran resortes de luz. Y sus mofletes rosados trotaban al compás. Pasito a pasito para no resbalar. Vuelvo a subir y me vuelvo a lanzar. Un… dos… un, dos, tres. Se zambullía, estrepitosa, tras saltar empecinada sobre un trampolín que nunca pudo mover. Tan ligera, tan veloz, tan pequeña ¿será el eterno bebé de la familia?… Recordar el primer paseo de Mona me trae esa mezcla de piscina, levedad y querubín. Andar de puntillas desafiando la gravedad, como los santos. Flotar, flotar, flotar al ritmo del vals. Oh, qué inmensa cualidad! Un paseo por los aires es como estar más cerca de los ángeles buenos. Un paseo con los papis es como estar más cerca del… vals. Para bailarlo, se necesita dejarse llevar: gira sin pensar o caerás. Un… dos… un, dos, tres… Para bailar el vals hay un agujero en el cielo de esta noche negra. Un agujero redondo y puro como la flor del algodón, un agujero a través del cual se pierde el miedo a los perros y al vals.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Mona's dream

Es el sueño como placer. El que gozas como un suspiro de amor. El que sabes que puedes evitar. La noche te obliga a dormir; la tarde, y su aroma a sal y brea, te invita. Ese es el sueño del vals parisien. Un… dos… un, dos, tres… El sol del norte resbala, pálido, monte abajo y Marte ajusta su bohemia en el jergón. Deja que el viento sople en las palmeras de un sur que perdí. Aquí, un breve rayo de luz sirve para pintar. Y un simple cielo encierra el universo estrellado y arrebatado de un tulipán desarraigado que, en el espejo, viose girasol. La terraza es una sola mesa. Y la absenta, el sólido pavimento de los sueños. Sin embargo, la lluvia desorientada de los cristales me recuerda la nostalgia de lo que no conocí: el carromato desvencijado, la guitarra suave comme les nuages, la tarde verde-marina y blanca como los trenes de un austral y lluvioso sur. Un… deux… un, deux, trois… Ahora, Mona, duerme. El aguacero resbala entre piedras blancas y piedras negras. Alguien recuerda como morirá. Nunca conoceré Montparnasse.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

La huelga de Mona

Echada en el suelo, parece que el tiempo se ha tomado un tiempo. Pero la punta, sólo la punta de la nariz basta para decirnos que algo le inquieta. Con todo, prefiere dirigir su vista hacia nosotros mientras sus barbas alfombran el suelo. Está quieta, ajena, como el mar, y, como el mar, la espuma de su pelo besa la arena del parqué. Así las cosas, uno no sabe qué pensar sobre lo que ella piensa. Porque hay algo detrás de ese flequillo, seguro, aunque todo niegue tal sospecha. Algo que ronda su frente de lana y seda… Como si una mosca inexistente revoloteara impertinente y zumbona. Y ni se molesta en espantarla, como hacen las vacas, con el rabo o las orejas. No. Echada en el suelo, así, mira por los rabillos altos de los ojos con más pena que gloria, a la espera de la esperanza o al olvido de los olvidos. Al pensar del pensamiento o a la rosa de los vientos. Esa mirada tuvo que tenerla Diógenes. Así que, discretamente, me aparto. Ahora el sol de oro atardecido lame su morrillo, y esta Pomona griega, cariátide chaise-longue cariacontecida, pone la nota de color carmín-geranio de su lengua y, creo, me sonríe con la punta de las orejas.

sábado, 18 de septiembre de 2010

En brazos soy feliz

Como un trapo abrazado. Así se abandona. Peluche que suspira mientras hace la ronda del balcón. Ahora la plaza, ahora la calle. Reina en este lugar desde el trono aéreo de mis brazos. Y es feliz, lo sé. Sus diminutos pulmones se llenan de un gozo pleno, luminoso, ancho y terso como un mar nunca visto. Luego, sopla. Mira las palmeras que rodean la fuente-catarata: soy la reina de Saba! Sus súbditos le adoran, señora. Rocían de pétalos los rincones husmeados por su excelencia. Todo aquel oscuro escondrijo donde vuecencia posó sus ojos ha sido cubierto de albahaca y jazmín tierno. Y los venerables sitios que usía ilustrísima pisó, ven extenderse velas infinitas de besos azucarados. Todo ello en señal de pleitesía que no pleitea. Vea, oh! princesa entre princesas, el perfume de los perfumes, el elixir de todos los elixires, el bálsamo que cura a los propios bálsamos, encerrado en dorados y diminutos frascos de oro puro y cristal de diamantes submarinos. Ahí está el licor magno entre los licores, el soberano: su pipí, majestad… Guau! ¿Y esa lágrima?…

viernes, 3 de septiembre de 2010

El vals de Mona

Hicieron el poyo del balcón pensando en Mona. De pie sobre sus patas traseras, alcanza a descansar sus barbas y sus manos en la repisa, y aprovecha los huecos de las jardineras para otear la plaza. De un mirador a otro, algo torpes al comienzo, nacen los pasos de su vals. Su flequillo se mece al viento y al vals fresco de la tarde. De tan seria, se diría es perfil de moneda grande. Semblante abstraído y profundo de Platón con pelos. Pero el sol cae tras los edificios con la natural melancolía del poniente en las paredes. Y ella, curiosa sin fin, observa. Siempre ve las cosas por primera vez. Dos pasitos de sus pies y sus manos recorren el quicio a la vez. Y un… dos… un, dos, tres… Os lo dije, ya mejora el vaivén. La fuente ruge de espaldas al balcón. Es la catarata boba del insulto al artista loado. Pobre busto mendigo a la puerta tullida de un banco y monte de piedad. Pero ella, absorta, no advierte el hilo de sol que transparenta en sus propios ojos. Me mira, y comprendo… pero no consiento. Me requiere, pero le hago esperar. Más dulce será el abrazo. Además, me gusta verla así, escudriñando a lo lejos, desprevenida, traspasada de sol, igual a un niño prendado de horizonte o de tebeo: es la extraña mezcla de dulzura y sabiduría que hace incomprensible el resto de los días. Me mira nuevamente, un rescoldo de sol y eternidad atraviesa mi alma. Un amor perdido entre las jardineras. La seda descansando sobre la breve cintura. El vientre de terciopelo y el aroma de menta de aquellos ojos apenas olvidados. Los paseos al atardecer, calle abajo, solitario, como el dolido poeta que siempre quise ser. Los parques ajardinados y revueltos de la avenida. Sombríos. Algo así como un tango con ritmo de vals. Las estudiantes más bellas que pintor pudo imaginar. Las sonrisas caídas de tantos amores rimados. Y una brizna de melancolía en el paso entrecortado y grácil de las jóvenes en la plaza te remonta, ves, al tiempo azul de las azucenas. Un tiempo nocturno, de oculta tristeza y versos. De bellas misteriosas y largas tardes atravesadas por el hirviente viento del estío. Por eso la miras tanto. ¿Quién, ella o tú? ¿La plaza o ella? De alguna forma descubro, no sé muy bien qué. Algo de mí que yo mismo desconozco. ¡Tanto que no sé! Que nunca sabré y que intuyo conoces bien. Oh! Mona, se ha vuelto el fresco frío y me desazono. Vamos dentro. No mires más la plaza. La fuente, ya ves, no canta hoy ni cantará mañana. No es fuente, sino vanidad. No hay sosiego. Tal vez nunca lo hubo. Y aquella pena adolescente, ¿qué podría decirte? debiera haber sido convenientemente diagnosticada. De ahí, las secuelas producidas y los indeseados efectos secundarios de tantas medicinas inapropiadas. Analgésicos letales y socialmente incompatibles como los valses de Chopin o los poemas de Neruda. Ese paso mejoró mucho, Mona. Un… dos… un, dos, tres… Me miras. Comprendo. Tal vez consienta.

domingo, 22 de agosto de 2010

¡A ver qué pillo!

Arriba. Abajo. Izquierda. Derecha. Subo. Y otra vez aquí. Nada. Vuelvo a comenzar. Parece que… Pero no. Bueno, así es esto. Pasas cien veces por el mismo sitio y… voilà, cuando menos te lo esperas… No, tampoco esta vez. Caray, qué mañanita. Nada cae de sus manos, nada descuidan, todo lo apoyan bien. Jo!… Pero la esperanza es lo último que se pierde. Mira, mira… qué te decía, ahí está… qué nerviosa me pongo… que me meo… que va a caer… que me lo dice el cuerpo, lo presiento, sííí… Y se lanza en un sprint suicida ¡Eso es mío! ¡Que nadie lo coja! ¡Que nadie lo toque!… Pero bueno, cómo puede ser… Ni jugándome el hocico a cien por hora lo alcancé. De la pura nariz me lo han quitado… Un poco más y se zampa el calcetín. ¡Ya te dije que fueras con cuidado! Bueno, no te pongas así… Está visto que hoy no es mi día. Empecemos de nuevo. Cocina, pasillo, comedor, pasillo, cocina, pasillo… Nada, que no. ¿Es martes y trece? ¿Se olvidan de quién soy? ¿Acaso porque abrevien mi nombre pierde su alta potestad y rango? Soy POMONA, no Mona, y soy la diosa de los frutos; como FLORA, mi aromática hermana, lo es de las flores. Y voy de cosecha. Eso. Que os enteréis! Que os quede bien clarito!… Pero el suelo sólo está sembrado de sus juguetes. Ni un mísero papel, ni una bolsa o un crujiente celofán que desgarrar. Rien de plus, piensa. Y sigue su ronda, girando, como acostumbra, al ritmo del vals. Y un… dos… un, dos, tres… Pasillo, cocina, pasillo, salón, pasillo, estudio… Buf!… Me tumbaré un rato. Como si abandonara. Eso los confiará. Así, con el morrito sobre el suelo, sin consuelo posible. Oh! qué pena penita más grande tengo… Fijaos, qué triste es ahora la música, n’est-ce pas? Es un vals-mussette, una lágrima de vals en el París ocaso más violeta que imaginar podáis. Pero, qu’est-ce qu’il y a? Mira en derredor. Mon dieu, n’est pas possible! ¡Ya lo tengo! Y el fino y nuevo calcetín de seda cuelga, en un bendito equilibrio de caliqueño, de su comisura izquierda. Ágil, pero sin correr –no levantemos la liebre- desaparece, con un reojo retrovisor, de la escena. Ahora, bien sujeto por sus manos, Mona chiclea el fruto de su paciencia ante nuestra histeria de novatos padres para tan sabia aprendiza. Pero, quítaselo!… ¿Cómo?… Grrrr!… ¡Me ha mordido!… La madre que la pa… A ver qué dices. Mira. Mona, mira… Mona, mira lo que tengo… ¡Humm, qué bueno!… Ven, toma… Jamoncito… del que a ti te gusta…¡Pipi-premio! Qué bien!… Sí, guapa, ven, suelta eso… si eso no se come… Grrr! Y, vuelves a intentarlo, con la galleta que la enloquece, con el dulce que la obnubila, con más jamoncito que la funambuliza, y con el chocolate que la traspone y metafisiza… Parece que olvidó el calcetín. Así, eso es, que no vea cómo te aproximas… Sí, ya casi lo tengo, ya casi estoy… Aprovechemos su levitar de cacao… Grrrr! C’est à moi aussi, comprenez-vous?… Grrr!… Coño, perdón, caray, qué susto me ha dado. Si miraba para Murcia. ¿Y, ahora qué?… Grrrr!

domingo, 15 de agosto de 2010

Amamos a partir de...

"Amamos a partir de una sonrisa, una mirada, un hombro. Con esto basta; entonces, en las largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter" Marcel Proust

"El enamorado celoso soporta mejor la enfermedad de su amante que su libertad" Marcel Proust

Después de las vacaciones veraniegas, en el lugar habitual, Cabourg, de la Costa Normanda, Proust retorna a París y vuelve a requerir, hacia el mes de octubre de 1913, los servicios como taxista de Odilon. Le pregunta cómo está su mujer, Céleste, y si se va habituando a la nueva vida. Odilon le habla de una especie de desidia y tristeza, melancolía, que embarga a su esposa y le dice: "No demasiado bien… no le gusta salir de casa. Yo trabajo, usted sabe lo que es eso: no llego siempre a las comidas y no tengo horario. Ella casi no come ni duerme. Cuesta creer que se deba sólo al cambio de ambiente". Proust escucha atento y le contesta: "Lo que ocurre, Albaret, es que su mujer echa de menos a su madre". Céleste se aburre en su nueva vida pese a la compañía que le supone la familia de su marido. Él trabaja casi todo el día, tiene varios clientes, no tiene horario. Y aunque es amable, cariñoso, comprensivo; aunque le hace salir de casa e incluso la lleva en alguna ocasión al teatro, parece que todo eso no basta. De hecho, a ella no le gusta mucho salir de casa.



Comprendiendo una necesidad que Odilon no imagina, Marcel le propone tomarla a su servicio como recadera, así podrá distraerse con algún quehacer diario. En estos momentos él acaba de publicar la primera entrega de En busca del tiempo perdido "Por el camino de Swann". Como la edición la ha hecho por su cuenta, en la editorial Grasset, la distribución de los ejemplares a familiares, amigos, conocidos y demás corre a su cargo. Odilon le comenta esta propuesta a su mujer y le dice sin presionarla que lo piense. Ella acepta el trabajo, lo que sin duda entra en abierta contradicción con su rechazo por los paseos parisinos.
Cuando Céleste entra al servicio de Marcel Proust, viven con él su valet, Nicolas Cottin con su esposa Céline como criada -mujer de mal carácter- y otra pareja muy joven: Alfred Agostinelli, antiguo chófer suyo, y ahora su secretario, con su compañera Anna. Nicolás prepara los paquetes de forma muy cuidadosa, los rosas para las damas y los azules para los caballeros. Pero Céleste nunca ve al señor de la casa, Cottin le daba las instrucciones y ésta, que apenas salía de casa, dedica ahora a su trabajo aproximadamente ocho horas al día.
En estos momentos Proust es un hombre feliz y animado. Dos sucesos importantes son los responsables. Uno, la primera entrega de esa gran novela que está proyectando -como algunos dicen: "esa gran catedral"- ya está en circulación y es recibida bastante bien por su círculo social. El otro, también feliz, pero tortuoso -dada esa lucha interior que siempre le acompañará, los celos- es que está enamorado. Como Swann, uno de los alter ego de su obra, Proust está viviendo el que a la postre parece ser fue su gran amor, Alfred Agostinelli.



lunes, 9 de agosto de 2010

Un amor a primera vista

Eduardo Haro Tecglen escribe un artículo sobre algo que le sucedió en París: su encuentro con una mujer muy especial. Parece ser que regentaba, mejor dicho, era la dueña, de una pequeña pensión llamada Alsacia y Lorena, en la rue Canettes de París, en donde éste se hospedó durante un tiempo. Un día le dejó un escrito, algo más largo que los habituales, acerca de un visitante que había ido cuando él no estaba, y al que describía perfectamente. Llamó la atención de Haro Tecglen lo bien detallada y precisa que era la nota. " 'Escribe usted muy bien'. 'Es que me enseñó mi señor'. Su señor fue Proust, y ella era Céleste Albaret… Años después, Celeste Albaret escribió un libro excelente, que se llamó Monsieur Proust" Como él dice, Céleste había sido: "hasta entonces el ama de llaves, o muchísimo más -secretaria, acompañante, confidente- [y]vivía inadvertida." Este libro trata de recuerdos recogidos por Georges Belmont en 1973 y fue traducido al español en 2004 por Elisa Martín Ortega. En su introducción, Belmont nos dice: "Cuando murió monsieur Proust, mundialmente famoso, en 1922, hubo una avalancha para conseguir el testimonio, los recuerdos, de la mujer a la que él llamaba su "querida Céleste". Mucha gente sabía que era la única poseedora (por haber estado junto a él día tras día, durante los ocho años fundamentales de su vida) de las verdades esenciales acerca de la personalidad, el pasado, los amigos, los amores, la forma de ver el mundo, el pensamiento, la obra, de ese gran enfermo genial... En definitiva que se mostraba ante ella, como ante nadie más. Céleste era el testigo capital, estaba en el centro de todo. Pero durante cincuenta años, no quiso hablar. Su vida, decía, había concluido con monsieur Proust. Si él se había encerrado como un recluso en su obra, ella sólo quería vivir recluida en su memoria". Céleste, hija de una familia humilde, procedía de un pequeño pueblo llamado Auxillac, en la región de Lozère. En 1913, con veintiún años, recién casada con Odilon Albaret, chófer de Proust, llegó a París y se instalaron en un departamento, de un edificio nuevo, en Levallois. Al principio se sentía algo perdida, sola y triste en aquella ciudad tan grande y lejos de su familia. Era una muchacha inexperta en las labores del hogar y poco desenvuelta tal como cuenta ella: "Mi cuñada me dio consejos y me enseñó algunas cosas… Además, mi marido mostró tanta delicadeza en todo, tanta amabilidad y tanta paciencia...". Odilon había pedido permiso a Proust para ausentarse un tiempo porque iba a casarse e instalarse con su mujer. Un día, propuso a Céleste acompañarle al 102 del boulevard Haussmann, para decir a monsieur Proust que volvía a incorporarse a su trabajo de chófer. Nicolas Cottin, criado de Proust, se empeñó en comunicarle a su señor la llegada de Odilon. Y es aquí, donde llegamos al punto más importante del motivo de mi relato. En las siguientes palabras de Céleste Albaret, intuyo e imagino lo que sintió esa mujer ante la presencia de Marcel Proust. Sin duda es lo que llamamos un amor a primera vista. La descripción que hace del "gran señor" que aparece de pronto, no es otra cosa: "Monsieur Proust vino a la cocina. Aún le estoy viendo. Llevaba sólo un pantalón, y una chaqueta sobre una camisa blanca. Pero me impresionó de inmediato. Vi que entraba un gran señor. Parecía muy joven. Estaba delgado, pero no escuálido, tenía una piel muy bonita y unos dientes blanquísimos, y le caía sobre la frente aquel mechón, que siempre vería en él y que se formaba por sí solo. Y esa elegancia magnífica y esa curiosa forma de estar, esa especie de contención que he observado después en muchos asmáticos, como si quisieran ahorrar los esfuerzos y el aire. A causa de su aspecto delicado, algunas personas lo han imaginado más bien pequeño, pero era tan alto como yo, que no soy baja, puesto que mido casi un metro setenta y dos. Mi marido le saluda, y monsieur Proust, que adivina quién soy me dice, mientras me tiende la mano: -Señora, le presento a monsieur Proust, desaseado, despeinado y sin barba-. Estaba tan intimidada que no me atreví a mirarle. Él dirigió a mi marido unas frases que no pude oír, porque, mientras hablaba daba vueltas a mi alrededor y yo advertía que me estaba observando. Pero, al mismo tiempo, percibí en él tanta delicadeza y tanta dulzura que esto me intimidó todavía más". La madre de Marcel, mujer muy culta , a la que él tanto amó, que por su exceso de protección se comportó en ocasiones como una tirana para su hijo, volvió así ha reencarnarse en una joven menos cultivada pero sensible, fiel, abnegada, paciente y enamorada. Una mujer desinteresada que nunca deseó nada más que vivir para su señor. Fue "ma chère Céleste".





martes, 3 de agosto de 2010

La petite valse

Mona, no lo entiendo ni yo ¿Cómo quieres que te lo explique? Hay hombres con caramelos malos. Brujas con grandes calderos que hacen consomé de niño. Reinas que cortan las cabezas. Y babas de caricias como vitriolo y vorágine que dejan profundas cicatrices en la mirada. Ya sabemos que el bosque está encantado y que los vacíos carruseles en el crepúsculo no son aconsejables para los niños, incluso si en su maletita llevan el antifaz, el peluche y los collares. Ya sabemos. Y como gran verdad, decimos: no te fíes. Nada cojas, de quien nada sabes. Vuelve a casa sin jugar y sin ver los atardeceres. No estés sola ni con tu sombra. No te creas que ancha y tuya es la tierra porque en ella naciste. Eso no basta. Acuérdate de Pinocho. Y así, sin apenas notarlo, nace la melancolía de los jardines. Las horas y horas tumbado en el escalón del mediosol y los tenues besos de luz colándose entre las hojas acartonadas del magnolio. Mientras, duermes con los ojos abiertos, comes rabos de trébol para endulzar el alma y huyes de las pepitas rojas del magnolio porque quieres bailar algún día al ritmo del vals. Un… dos… un, dos, tres… Luego, paseas. El jardín cerrado es seguro como una jaula de plata. Escarba en la tierra hasta que afloren las lombrices de café con leche. Hurga entre las flores y descubrirás el mundo. El jardín y su trabada cancela. El jardín y su fuente que no canta. La celinda más grande del universo y sus flores de nata para libar. Hay hombres malos como caramelos. Ogros que te quitan los besos para siempre. Castillos de incienso donde el diablo reclama diariamente su ración de paz eterna. Oscuros lugares donde se marchita la risa en cuanto entras. Donde el sol es un tubo blanco que parpadea sobre cuatro mapas de un mismo lugar sin magia. Sobre 100, y otras 100, y otras tantas, para recordar que no hablaré más en clase. O sobre tus dedos desaparecidos entre miles y cientos de miles de absurdas cuentas metálicas, aceitosas, de un collar imposible, entre millares de tornillos que borran tus huellas ya desgastadas… Y tú no sabes qué hacer con la maleta repleta de antifaces, peluches y collares. Es entonces cuando conoces algo tan extraño y agrio como el grito mudo del horror. Un grueso nudo, sordo, que te obstinarás, inútilmente, en tragar hasta el fin de tus días. Sí, existen caramelos malos como hombres. Odian la risa de los niños con maleta y antifaz. Les parten el lomo y el corazón. Los cubren de un polvo ceniciento que jamás podrán borrar. Y no creas que lucen navaja faltriquera o destella su único diente al sol. Mucho más simple: cuidado con los trajes cartoné y las caretas moderé. Cuidado con los abstemios y los que son “ejemplo de”… Llegarás a creer, o así lo esperan, que no sirves para bailar el vals. Ahora, Mona, escucha la petite valse. Es triste, sí, pero es tan real como una almendra amarga y tiene su rara esencia oriental. Un… deux… un, deux, trois… Su quieta melodía repite el tiempo sin avanzar. Obsesivo ritmo, compulsiva voz… Era un niño que calló. Dobló con cuidado el abrigo de paño vuelto. Fijó los ojos en el carrusel y decidió quedarse, cual pájaro triste y seco, en la jaula de plata del jardín. Alguien, muy respetable, le aconsejó, tras ofrecerle un caramelo, que la maleta y su contenido eran para olvidar. Te quedas atrapado en esta melodía espiral, en esta luz ligeramente lechosa de una tarde incierta barrida por el viento de las furias desatadas al abrir la maleta y prender fuego al antifaz, el peluche y el collar. Tú, Pomona, diosa de las frutas, sabes de quién hablo. Y te quedas atrapado para siempre en la idea de que aquello pudo ser mejor. De que aquello pudo no ser. De que aquello no debería nunca haber sido. De que aquel hombre nunca trajo caramelos, que en el jardín cantaba una fuente clara y un limonero, y que aquella alma en la vida fue, tan niña aún, como un carrusel vacío en el crepúsculo.

Foto de Roger Rodrigues

domingo, 1 de agosto de 2010

Haendel, la persona



"Haendel era alto y un tanto corpulento, y pesado en sus movimientos; pero su rostro, que recuerdo con tanta claridad como el de cualquiera que hubiera visto ayer mismo, estaba lleno de viveza y dignidad; así como impresa la idea de superioridad y genio. Era impetuoso, áspero y terminante en su comportamiento y en su conversación, pero totalmente privado de mala intención o rencor... El aspecto general de Haendel era un poco duro y agrio;pero cuando finalmente sonreía, era su amo el sol, estallando tras una nube oscura. Había un inesperado resplandor de inteligencia, agudeza y buen humor brillando en su rostro, que raramente he visto en cualquier otra persona... Haendel, que tenía muchas virtudes, no tenía vicio alguno que fuera nocivo para la sociedad. Realmente, su naturaleza requería una abundancia de sustento para mantener tan enorme masa, y era bastante epicureo en su elección; pero éste parece haber sido él único apetito que se permitía complacer" (Charles Burney, 1785)


viernes, 30 de julio de 2010

La mirada de Mona

Redonda. Oscura. Como el ámbar húmedo de los perros abandonados. Unas finas líneas, a lápiz, encierran la belleza egipcia de tus iris y osiris. Si parpadeas, veo alas de mariposa tornasoladas y una purpurina infantil impregna las yemas de mis dedos. ¿Por qué hay tanta bondad en esas pupilas bobas; tanta, que a veces olvido que no eres de trapo, y que preguntas, una y otra vez, con esos ojos calmos y blandos? Pero, ¿qué preguntas? ¿Por qué? Una y otra vez abiertos y esperando. Y otra vez. Oscura y redonda. Todo un teorema de Pitágoras para el lápiz de tu hocico. Ah! Mona, ¿qué quieres saber? El delicado giro de tu cabeza apenas disimula la nostalgia de la primera sonrisa que os dirigieron los hombres. ¿Qué quieres que te diga? Yo tampoco lo sé. Recuerdo esos ojos tuyos en otros ojos de miel. ¿Podrás creerlo? Mi madre se despedía sin saberlo. ¿Qué puedo decir, Mona? Yo tampoco lo sé. Tu mirada es la nostalgia limpia de un paraíso que nunca conocí. Pero, ¿puedo saber qué visteis en aquella sonrisa?… Ahora, miras, saludas y preguntas, todo a un tiempo. Siempre fue así, y nosotros, por toda respuesta, os regalamos la hundida y negra mirada del diablo. Ah! ¿Por qué, por qué preguntas?

lunes, 26 de julio de 2010

"Yo iba en bicicleta, casi alado..."


"…Y yo casi ya por el aire,
yo apresurado pasaba en mi bicicleta y me sonreía…
y recuerdo perfectamente
cómo misteriosamente plegaba mis alas en el umbral mismo del colegio"
(V. Aleixandre)


Me gusta la bicicleta desde que era una niña. En mi infancia mis más grandes deseos eran tener un caballo y una bicicleta. En Navidad, cuando redactaba la carta a los reyes magos, casi siempre me recuerdo en el banco de la cocina escribiéndola junto a mi madre, que hacía sus tareas domésticas. La bicicleta era más accesible para un niño de mi clase social, porque lo primero era un sueño imposible que en mi inocencia infantil creía que algún día se podría hacer realidad . Mi primera e inolvidable bici, mi "Súper Cil" azul, todavía la conservo, yo tenía once años. Me la regaló, unos reyes, mi tía Candela haciendo un gran esfuerzo económico para comprármela, pero ella siempre tuvo esos prontos de generosidad para todos. Pedaleé en ocasiones, siendo ya adolescente, en otras prestadas, como la de mi tío Miguel que era más grande que la mía y eso me hacía sentir ya como un adulto, supongo. Cuando íbamos al campo yo me deslizaba carretera abajo como si volara o algo parecido, con una sensación de libertad inolvidable. Era algo muy emocionante. Mi segunda bici, "Amerika", rojita, para mí, preciosa , me la regaló Pepe, y también la recibí con mucha ilusión, aunque en aquellos momentos rodé poco. Ahora no pedaleo con ninguna. La razón es que tengo miedo, desde hace bastante tiempo, por mis condiciones físicas. Me gustaría tanto volver a sentir esa sensación tan agradable que guardo en la memoria de mi niñez y adolescencia. Pero aunque volviese a pedalear, esas sensaciones de la infancia y adolescencia, aunque las podemos rememorar es imposible volver a sentirlas tal cual. Ahora creo que lo pasaríamos muy bien, si saliésemos juntos disfrutando de la compañía y del paisaje. Por supuesto, las sensaciones serían diferentes , pero, sin duda, muy buenas también.

viernes, 23 de julio de 2010

Mona enferma

No te atreves a preguntar. Decir: ¿qué te pasa? ¿dónde te duele? ¿tienes angustia? se traduce en una victoria del desaliento. Pero preguntas, claro. Los niños enfermos han hecho su pequeña maleta de juguete. Llevan todo lo necesario, lo absolutamente imprescindible: el antifaz, el peluche y los collares. Toman la decisión irrevocable de partir a otro lugar. Y se sientan a esperar. El viento de la tarde –tápate, no te vayas a resfriar- mueve apenas sus cabellos, por tanto, qué mejor que cruzar las piernas si no alcanzan ni el suelo ni el vals? Y las horas se estiran como las mentiras de los hombres. Se hacen gelatinosas, inabarcables… plus que lent; eh, Mona? Y aquí estamos, pendientes de las décimas, de los suspiros, de las lenguas desaliñadas o del aliento almendrado. Ven, vuelve de ese viaje raro con vestidos de cartón. Con un beso se escupe la fatiga. Con la caricia, desarbolas el temblor de las pupilas. Con una canción, la frente se serena. Deshaz, pues, la maleta de plástico, cuenta las monedas y borra el ceño al soplar la llama del mechero. Venga, remata a tus súbditos esparcidos: el gran kan, el oso y el tigre, la rana y el pato-rosa. Bueno… besitos al koalita. Pero al hueso y al ahogo les hincamos el diente hasta el tuétano. Decididamente, mi mundo no es de este reino malvado.



sábado, 17 de julio de 2010

Solitud


Solitud, fotomontaje de Rosa Martín


Pensando, enredando sombras en la profunda soledad.

Tú también estás lejos, ah más lejos que nadie.

Pensando, soltando pájaros, desvaneciendo imágenes,

enterrando lámparas.

(...)

Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa.

Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti.

Mi vida antes de nadie, mi áspera vida.

El grito frente al mar, entre las piedras,

corriendo libre, loco, en el vaho del mar.

La furia triste, el grito, la soledad del mar.

Desbocado, violento, estirado hacia el cielo.

(...)

Y mi alma baila herida de virutas de fuego.

Quién llama? Qué silencio poblado de ecos?

Hora de la nostalgia, hora de la alegría, hora de la soledad,

hora mía entre todas!

(...)

Pensando, enterrando lámparas en la profunda soledad.

Quién eres tú, quién eres?

Pablo Neruda

viernes, 16 de julio de 2010

Rápida y mortal








In memoriam Mino

Hay que esperar, sigilosamente, a que alguien decida enfilar el largo pasillo. Deja que dé unos pasos. Que se confíe. Paciencia, no vale la pena precipitarse. Eso, que vuelva atrás, sobre sus pasos. Que crea que tú no existes, que estás mising. Pero tú, sigue al tanto de la situación. Ahora, la cocina… Bueno, al tiempo. One moment, please!… Se está preparando el café ¿Oyes la cucharilla? Es esa pócima insufrible sólo soluble en gasoil. 20 segunditos en el micro. Tibio, qué poca clase. Si por lo menos ardiera, simularía una humeante crema. Ahora, bebe. Glu-glu-glú ¿Oyes? Cierra los ojos, my darling, e imagina sus pasos en tu mente. Aclara la taza, la pone a escurrir. Clic. Adelántate a sus próximos movimientos ¡Qué poco sabéis los perros de estrategia! El gato es zen, el perro es kan. Escúchame, hazme caso, los conozco de hace mucho, soy el felino Mino… Vamos. Preparada? Aquí viene. ¡Ahora!… Rápido. De 0 a 100 en 2 décimas de segundo. Venga Mona, a por él… a sus tobillos… Ataca… Te va en ello la vida. Como un torpedo ciego, no pierdas ni un segundo en pensar. Arrójate o perderás la pieza. Pero ¡qué ruido horrible te hacen las pezuñas; oh, my God!… ¿A quién piensas sorprender? Esto no es cazar, esto es un asesinato… ¡Cuidado, que se gira! Careful!… Mona, eres mala y traidora… Por la espalda, como los cobardes de las películas del Oeste… Yo no quería, es él quien… No insistas darling, olvidas que no me ve… Si supieras a quién me recuerdas. Nosotros teníamos un gato, pelirrojo y blanco, guapo y distinguido… Sabía silbar, bajarse de los coches en movimiento y bailar el vals… Usaba gorra gris, bufanda oscura y camiseta a rayas… Y si no, no… Hasta sus últimos momentos fue tan preciso como un tiralíneas de billar. Oh!, my lord, dónde andarás… Me ha reconocido… bye-bye… Sabes, Mona, dicen que los gatos no son de fiar.


miércoles, 7 de julio de 2010

Qué hacer







Porque como la medicina es un compendio de los errores sucesivos y contradictorios de los médicos, al llamar uno a los mejores de éstos tiene grandes probabilidades de implorar una verdad que será reconocida como falsa algunos años más tarde. De manera que el creer en la medicina sería la suprema locura, sino lo fuera mayor aún el no creer en ella, ya que de ese montón de errores se han desprendido, a la larga, algunas verdades.

Marcel Proust, El mundo de Guermantes

El verdadero médico posee un inmenso interés por el sabio y el tonto, el orgulloso y el humilde, el héroe estoico y el pordiosero quejumbroso, se preocupa por la gente.

W. Shakespeare

Con los grandes adelantos técnicos y el deterioro de la relación médico-paciente, nunca como hoy la medicina ha estado tan cerca de la enfermedad y tan alejada del paciente.

C. Viafora

El progreso de la medicina nos depara el fin de aquella época liberal en la que el hombre aún podía morirse de lo que quería.

S. J. Lec

En el médico deben reunirse cuatro cualidades: conocimientos, sabiduría, humanidad y probidad.

Hipócrates
Para mi tío Pepe y nuestro amigo Cándido

domingo, 4 de julio de 2010

Mona y los niños

La locomotora Mona se ha puesto nuevamente en marcha. La locomotora Mona va al frente del convoy. La locomotora Mona surca el viento cual Pegaso chato y respingón. Ha transformado el calderero ritmo de la playa en un ágil y peligroso vals. Aguantando el fuerte tirón de sus válvulas y bielas, le sigue el vagón de los exploradores P & C, seguido del refinado salón-coche-cama de las damiselas C & B, y, cerrando el breve transiberiano, el fragante reservado de las flores con V & Himself al frente, decidiendo, esta última, faltaría más –pequeña pero matona, como Mona- los cambios de agujas, de vías, de hora y de vals. Da gusto verlos rodeando el patio. Llevándose por delante las lustrosas rosas de tío P… las margaritas deshojadas de tía C… el césped gafado de tía R… el olivo que regaló la otra tía R… y el sueño súbito y morcillón de tío C… Da verdadero placer reconocer cada una de sus voces en el torbellino de esa fuga de gritos y risas. Ahí van, directos, ahora, al terraplén. Y comienza la polémica y el griterío. Ciega de vatios, pondios y repondios, Mona enfila el camino sin pensar. Pero desde la retaguardia, V & Himself propone una posibilidad de salvación. Sorda a sus requerimientos, la máquina Mona fuerza la entrada a una vía distinta de la escogida por el vagón de cola. Inmediatamente, los exploradores y las damiselas peligran quedar en tierra de nadie. Oh, mon dieu!. Los primeros, antifaz reglamentario en ristre, echan mano a los prismáticos, el catalejo, el fusil y la pistola. Las segundas, con el mapa de vías en una mano y los collares en la otra, comprueban la cobertura de los móviles y comienzan las negociaciones, al más alto nivel, entre el cap y la cua del convoy. Bien sûr, bien sûr; mais qui est-ce qui fait de la force?… Decidle a esa pedorra que la fuerza no lo es todo y que nos vamos a deslomar, –apostilla el florilegio de cola. ¡Disparemos a las ruedas! –acuerdan los exploradores. ¡Si son de hierro! –advierten las damiselas, ojipláticas por la ocurrencia. Pues frenemos los vagones y ganemos tiempo, –replican. Eso está mucho mejor –reconocen, ajustándose la pedrería y preguntando todas a una: pero cómooooo?. Cap i cua, escolteu: deberíamos intentar reunirnos en la vía intermedia que limita con el precipicio –añaden las mademoiselles. Pero el ángulo entre la abscisa del eje tangente del carro delantero con el mercancías-explorador y el desvío estructural por fricción del salón-coche-cama, no resistirá el envite –precisan los boys. Quéééé? Ni caso –esgrimen ellas por toda contestación. Para pedorra, la florista del furgón de cola –añade, totalmente fuera de lugar y a destiempo, la locomotora impasible-el-ademán. Y la catástrofe anunciada se produce. Allá va el convoy al completo: locomotora con pelos, antifaces y prismáticos; cosméticos, collares y flores… Oh! que c’est très bon ce ça des jeux! Pero tú, Mona, no jugarás con niños… ¿Por qué?… Porque muerdes antes de preguntar.

lunes, 28 de junio de 2010

Mona en la playa

La más peluda, petite y blanca locomotora se ha puesto en marcha. Y no hay quien la pare. Paso inquebrantable, caballos desbordados, vapor infernal y resoplidos, vatios y voltios, pondios y repondios. El mar de arena le espera, señores, y sus dulces y enloquecidas carreras son la bienvenida de la primavera y la alegría. Una. Otra. Y otra una. Entre las piernas. Te rodeo. Te ato, botín apache. Me revuelvo, cambio la dirección. Un… dos… Un, dos, un, dos… Y corro, corro como si en ello me fuera el pipi-premio más grande del universo. La maravillosa estela láctea de las cumbres heladas del Marahachinapurna. El recoleto aparte romántico del amor de las tardes color añil. Las aladas selvas de un Amazonas sin nombre ni lugar. ¡Cuidado, que freno! ¡Que quiten ese bancal!…
El hocico azucarado de arena, la lengua al fresco y las toses terrosas. Ahora escarba en la humedad de las sombras para enterrarse como los avestruces. El sol es tan luminoso que no se refleja en nada. No vale la pena. El agua tan azul, que el cielo se ha quedado de piedra, mudo. Y la arena es tan amable como una sonrisa atravesada de sueño. Mira el horizonte y dime, Mona, si comprendes el fulgor y la inquietud que despierta en los hombres. Ese lugar siempre desconocido, escurridizo como el mercurio y los reojos. Esa imposible línea resultado del quimérico encuentro de dos eternas paralelas. Y, sin embargo, hacia él vamos, como a la vida, sin más norte que una pinta –bravo por los marinos de noabajo- de cerveza helada o un vaso de vino –bravo por los de noarriba- en cuyos fondos hasta el sol quiebra sus rayos omnipotentes. Quien defina la belleza acabará con el mar. Quien defina el mar acabará con los sentimientos. Quien define el sentimiento acaba como un traje. Por eso la belleza está para bañarse, los sentimientos para llenarse de arena dorada los más íntimos lugares y el mar… para las locomotoras blancas. C’est comme ça! C’est comme ça! C’est comme ça! C’est comme ça!

domingo, 27 de junio de 2010

Qué pena no haberte conocido





Yo no conocí a mi abuelo Pepe. Murió cuando yo tenía poco más de un año. Lo que sé de él me lo contaron mis familiares más cercanos. Es obvio que ni sus hijos ni su mujer, mi abuela, iban a hablarme de sus defectos, pero alguien más imparcial como su nuera, mi madre, siempre ha dicho que fue un hombre bueno, que se portó muy bien con ella y de quien guarda gratos recuerdos. Mi abuelo fue de joven un hombre bien parecido, alto y siempre, parece, de mirada dulce. Vivió aquellos tiempos revueltos sin ánimo temerario, pero con una resignada dignidad que sólo perdía en manos de su hija Candelita y su infantil afición a peinarle mientras dormía. Fue maestro. Y cada uno de sus hijos, Pepe, Juan y Candela, nacieron en pueblos o ciudades diferentes. Amaba a los animales como pocas personas los aman. Llegó a tener hasta una cabra de nombre Rosita, como mi abuela. Una gallina, periquitos, conejos y un camaleón. Mi madre le vio llorar un día por pisar un grillo que guardaba en un cajón, y cuya clase reconocía por el escudo que formaban sus alas. El padre de algún alumno le regaló un día un conejo, práctica habitual en esos tiempos con los maestros de escuela. A éste primero, le siguieron otros, claro. Y faltos de espacio, ya que su destino no era nunca la cazuela, los fueron acomodando en una jaula del balcón, conocido en el barrio, desde entonces, como el "balcón de los conejos". Con mucha tristeza, y ante lo insostenible de la situación, tuvo que ir, me dijeron, regalándolos. Le gustaba la enseñanza y la lectura -su amplia biblioteca personal, hoy perdida, era prueba más que suficiente- pero su pasión era el mar. Decían que le hubiera gustado ser marino. De hecho, había nacido en Málaga y vivió gran parte de su vida, hasta su fallecimiento, en Melilla. Siempre que podía daba largos paseos por el "muelle", como allí le dicen al puerto de mar. Supongo que su mirada, al contemplar el mar, le haría sentirse feliz. También mi tía Candela, mi tío Pepe y yo misma hemos heredado este placer marino que comparto con Pepe, mi marido. Me produce una gran emoción su color recortado por el cielo, su olor, su brisa y esa gran belleza que siempre tiene el mar, aun cuando esté tormentoso o enojado. Nosotros paseamos por allí muy a menudo, disfrutando de esos momentos, ahora, con Mona. Mi abuelo murió por "el qué dirán", preocupación constante en mi familia. Una operación de estómago innecesaria, que su hijo mayor Pepe, médico, le desaconsejó en una carta con un NO TE OPERES bien grande; pero a la que él, claro, se había comprometido y "qué iba decir la gente" si se hacía atrás. El "qué dirán" marcó su absurdo final. Yo no quiero vivir condicionada por "el qué dirán" y menos morir. Siempre he luchado por vencer esa lacra que acompañó a mis padres y a mi tía Candela, con quienes he compartido techo desde que nací hasta que me casé. Gracias a mi pareja he ido aprendiendo a no darle tanta importancia. Creo haberlo conseguido en buena medida.

Dedicado a los Pepes que aquí nombro.

sábado, 26 de junio de 2010

El ADN de la infancia


No sé quién hizo esta foto. Pero la familia está al completo. Mi padre con nosotros, mi madre de telón de fondo en la puerta y mi hermana y yo en el banquilet -palabra tan incorrecta como todas las que realmente importan en la vida. Años después, como podéis observar más abajo, las hijas de mi hermana repetirían, actualizando -sólo hay que comparar la ligereza de ropa-, aquella escenografía. Puedo asegurar, eso sí, que el fotógrafo, en esa ocasión, fue su abuelo, mi padre. Dada la absoluta falta de vanidad que presidía cualquiera de los actos de mi progenitor, puedo confirmar que ninguna intención de réplica guió su objetivo. Simplemente sucedió. Posiblemente él lo sintiera como un déjà vu, pero como no sabía francés y la psique la diluía, cuando era menester, en un cerveza bien fría y una úlcera, la rareza emocional debió ser bastante más que pasajera para él. Miremos las fotos. Lo primero que comprobamos, no sin cierta inquietud, es que los hermanos mayores miran fijo a la cámara y nunca los pillas fuera de pose. Los menores, sin embargo, o quedan congelados en la monada que pretendían o bien están en otro mundo más cercano al rollito de primavera o al petisuisse que al glamour de las fotos con aspiraciones. Además, y a poco que os fijéis, el nivel del suelo se ha elevado como cuatro dedos respecto del banquilet, cosas del cambio climático, digo yo. Pero centrémonos en lo que realmente importa. Sin Severo Ochoa nunca entenderíamos qué une a estas dos instantáneas. Recuerdo que en esa época donde casi todo lo entiendes, pero en la que disimular es tu único salvoconducto -es decir, la infancia- los vicios inconfesables y las inclinaciones artísticas solían disculparse con un lo lleva en la sangre, versión tradicional de las marcas genéticas más sofisticadas de hoy en día. Analice su ADN y sepa con una antelación de 50 años, pongamos por caso, de qué forma morirá. Lo cual le permite angustiarse el resto de su vida, si un benefactor accidente no lo remedia. Pues sí, mis sobrinas llevan en la sangre esa forma inconfundible de quedar reflejados en el tiempo, que viene de familia. De un pasado gris y mate, a un presente de colores domésticos y pocos brillos. De un tiempo en el que las alegrías se pagaban caras, a otro que se obstina en que lo caro lo pagues con alegría. De un mismo modelo de sandalias en tonos distintos, a las diademas azul y rosa intercambiables. Y aquí entramos en otra dimensión. El ADN de la infancia se caracteriza por la omisión del gen de las horas. Vivíamos un tiempo sin horas, diría el poeta. Con la primera comunión llegaba tu primer reloj -casi siempre viejo, heredado de algún familiar o, simplemente, de segunda mano- y, si eras un niño normal lo rompías ese mismo día. Ya vendrá el tiempo de las horas y las saetas envenenadas del arquero. Así que, mirando estos dos instantes suspendidos en la memoria, creo comprender los tiempos que no pasan o, si lo hacen, es totalmente en balde. Y no es gracias a Dios, claro, sino al ADN.

Los hijos



Nuestros hijos no son nuestros hijos,
son los hijos y las hijas de la vida que se llama a sí misma.
Vienen a través de nosotros, pero no de nosotros.
Y aunque viven con nosotros, no nos pertenecen.
Podemos darles nuestro amor, pero no nuestros pensamientos,
pues tienen sus propios pensamientos.
Podemos acoger sus cuerpos, pero no sus almas,
porque sus almas viven en la mansión del mañana,
que ni aún en sueños podemos visitar.
Podemos esforzarnos en ser como ellos,
pero no intentar hacerlos como nosotros,
porque la vida no da marcha atrás,
ni se detiene en el ayer.
Somos los arcos que disparan a nuestros hijos,
como flechas vivas.
Que la tensión de la mano del arquero sea para la alegría.

Khalil Gibran



Mona al alba

Venga, ya estoy despierta! ¡Ya clarea! ¡Es la hora! ¡Buenos días! ¡Os traigo el desayuno! ¡Arriba!… ¿Oso o león, qué preferís?… ¿No? Pues os traigo la tortuga… ¿Tampoco?… ¿La rana?… La mato, no temáis… Nfrap-Patf-Pam-Nfrap-Patapam… ¡Listo, a comer!… ¡Arriba, perezosos! Bonjour. Qu’est que c’est? Fiuuuuu…paf. No, no. La zapatilla no se come. Y la que caza soy yo. Aún está viva! Cuándo aprenderéis? Ñiauuuu… potrom. La tuya tampoco, mami. Oh!, qué voces tan feas pour le matin. Qué dicen?… je ne sais pas. Mirad lo que os he preparado ¡Aquí está el pato, el mejor bocado!… Non plus? Pero, qué queréis?… Es que no me ven, ahí está. Siguen con los ojos cerrados y no me ven… He ahí, hete aquí el problema. Tiraré de la manta. Pobres, deben despertar, alimentarse, crecer. ¡Yo os cuidaré! ¡Tira, tira! ¡Vamos, Mona, con fuerza, que puedes, por ellos! ¡Qué no haría yo por ellos! ¡Tira, tira! Ah, mon dieu! La manta se revuelve, et j'ai vécu l'air. Caray, qué fuerza tiene esta rara cosa plana y peluda que los envuelve. Los tiene poseidos. Ohlalà! Elle est très dangereuse! ¡Al ataque! Treparé y los liberaré… MONAAAAA… ¿Es a mí?… FUEEEERA DE AQUÍÍÍÍÍÍ… Bueno, luego no digáis que vous avez de la faim de loup.

miércoles, 23 de junio de 2010

In memoriam







A medida que se acercaba el término del año 1915, Proust sintió, con creciente intensidad, aquella vieja melancolía que la extinción de los años le causaba... Escribió: "Estos tristes días nos recuerdan que los años vienen a nosotros siempre con la misma natural belleza, pero que no pueden devolvernos los seres desaparecidos. 1916 nos traerá las violetas y la flor del manzano, pero F jamás volverá a existir"

Céleste Albaret Monsieur Proust


lunes, 21 de junio de 2010

Las preguntas de Mona

Si alguien definiera la belleza, Mona, se acabaría el arte. Si alguien definiera el arte, se acabaría el hombre. Porque el arte es una patraña que nos hace humanos. Y la belleza, una pamplina que nos hace buenos. Si alguien definiera la rosa, el poema sería imposible. Dejemos, pues, la rosa, y escribamos los más bellos versos que al nombrarla la ignoran. Si alguien supiera la música de esta luna como un sol de plata y navaja, y de las gaviotas atardecidas como pájaros de papel que la atraviesan –extraña estampa japonesa en imposible latitud- se cerrarían los pianos para siempre y la fuente, sin canto, quedaría seca. Así, que si, en un tonto descuido, se diera con la clave de los recuerdos, sin más dilación, moriríamos, apenados por haber resuelto definitivamente la tontería metafísica y su hermana ruin y perversa, la teología. Por tanto, mejor una buena pregunta y la callada por respuesta. Pero cuando oigo el dibujo, veo la música o palpo el poema, tengo la certeza de entender el mundo. Y, así, hay un día en la vida en que quedas prendado. Todo se justifica, entonces. ¿Quién lo entiende? Ah!… ¿Qué es?… Adivínalo. Nada bueno hacemos sin ello. Nada somos. Tan sencillo, que asusta. Sólo tiene cuatro letras. Ahora, soy yo quien pregunta… Adivina, adivinanza… y empieza por… No es una, sino tres; y si las sumas, en orden, verás otras tres.

sábado, 19 de junio de 2010

El tiempo recobrado

Fotomontaje de Rosa Martín sobre M. Proust


El olfato es una vista extraña. Evoca paisajes sentimentales mediante un dibujar súbito de lo subconsciente. He sentido esto muchas veces. Paso por una calle. No veo nada o, mejor, mirándolo todo, veo como todo el mundo ve. Sé que voy por una calle que existe con lados hechos de casas diferentes y construidas por seres humanos. Paso por una calle. De una panadería sale un olor a pan que da náuseas por lo dulce de su olor: y mi infancia se yergue desde determinado barrio distante, y otra panadería me surge de aquel reino de hadas que es todo lo que se nos ha muerto. Paso por una calle. Huele de repente a las frutas del tablero inclinado de la tienda estrecha; y mi breve vida en el campo, no sé ya cuándo ni dónde, tiene árboles al final y sosiego en mi corazón, indiscutiblemente niño. Paso por una calle. Me trastorna, sin esperármelo, un olor a los cajones del cajonero: Oh Cesáreo mío, te apareces ante mí y soy, por fin, feliz porque he regresado, gracias al recuerdo, a la única verdad, que es la literatura.

F. Pessoa El libro del desasosiego

... el sueño me había fascinado también por el formidable juego que hace con el tiempo. ¿No había visto yo muchas veces en una noche, en un minuto de una noche, tiempos muy lejanos, relegados a esas distancias enormes donde ya no podemos distinguir nada de los sentimientos que en ellos sentíamos, precipitarse a toda velocidad sobre nosotros, cegándonos con su claridad, como si fueran aviones gigantescos en lugar de las pálidas estrellas que creíamos, hacernos ver de nuevo lo que habían contenido para nosotros, dándonos la emoción, el choque, la claridad de su vecindad inmediata, que han recrobado, una vez despiertos, la distancia milagrosamente franqueada, hasta hacernos creer, erróneamente por lo demás, que eran una de las maneras de recobrar el tiempo perdido?

M. Proust El tiempo recobrado

Sin el tiempo, esa invención de Satanás, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza.

A. Machado

viernes, 18 de junio de 2010

Conociendo a Mona

Tiene los ojos tristes e inquietos de los que no saben mentir. Privilegio que comparte con los bebés y las avispas. Y en sus pupilas medrosas juega, vacilante, el velo marrón de los besos dulces y el mordisco fácil. Es un norit de algodón enano cuyo cuerpo ha desaparecido entre copos de caricias blancas. Pero en su extremo sabio, emerge, autoritaria, una punta escolar, un lápiz que olisquea –sorprendidos siempre por tan bello triángulo- el pensamiento. Tal vez sabe que los hombres le partirán el lomo o el corazón. O ambos dos. Quizás intuye que las manos tienen dos caras y muchas formas de ser usadas. De aquí que, si alguien mojó sus orejillas en café con leche antes de besarlas, también es cierto que su salvaje inocencia no hace juego con el aburrido mantel de la sobremesa. Por eso, mira y besa, así de tonto. Por eso, recela y muerde, así de fácil. Por eso… como el tango. Ahora es poco más que un palmo de vida, que un montón de preguntas. Aún no sabe que le hablarán, que le buscarán un nombre – ¿qué es un nombre?- y que le dirán dónde y cuándo… de todo y para todo. Aún no sabe… nosotros, tampoco, y casi mejor. Por eso, al llegar a casa, yergue pronto el espinazo –parece que en pocas horas creció- y levanta, cual banderita pirata, su rabillo al viento. En su nombre, toma la fortaleza. ¡Veamos qué botín logré…! Como apenas anda, trota. Se desplaza como un pañuelo de fina seda sobre el suelo, flotando su pelaje blanco al ritmo del vals. Oh!, el vals. La grande et la petite valse. Una lágrima de terciopelo me toma entre sus brazos. Salgo, entro y vuelvo a salir. Repito, repito, repito la vez. Y un… dos… un, dos, tres… ¡ale hop! Huelo aquí y allí también. Un… dos… un, dos, tres… No me toquen, no me cojan… que pierdo la vez. Y un… dos… un, dos, tres… Ahora subo, ahora bajo. Quelle tristesse de la valse heureux! Un… dos… un, dos, tres… Mi cuarto, mi silla, mi agua, mi pienso… ¡No lo quiero! Un… dos… un, dos, tres… Mi sillón, mi sofá, mi manta, mi cama… ¡Tampoco la quiero! ¡Todo es mí…! Y un… dos… un, dos, tres…
Oh! El baile ha de acabar

¡Qué contrariedad! ¡Qué ebriedad! Porque ahora mismo…

me voy a mear.

Un… dos… un, dos, tres… ¿Por qué no me dejan seguir? Sólo hacen que chillar y yo sólo quiero bailar. ¿Qué pasa? Señalan el pipí del pasillo, porquoi? ¡Pierden el compás! Mon dieu, qu’est-ce qu’il y a? Un… deux… un, deux, trois… El resto de esta pesadilla inicial, escríbala usted, amable lector, si el ánimo no le falla y el pulso no le tiembla. Deje que le guíe su experiencia o su conciencia… total, parece que, hoy en día, lo mismo da. Eso sí, haga lo que haga, siga el ritmo del vals. Un… deux… un, deux, trois