domingo, 27 de junio de 2010

Qué pena no haberte conocido





Yo no conocí a mi abuelo Pepe. Murió cuando yo tenía poco más de un año. Lo que sé de él me lo contaron mis familiares más cercanos. Es obvio que ni sus hijos ni su mujer, mi abuela, iban a hablarme de sus defectos, pero alguien más imparcial como su nuera, mi madre, siempre ha dicho que fue un hombre bueno, que se portó muy bien con ella y de quien guarda gratos recuerdos. Mi abuelo fue de joven un hombre bien parecido, alto y siempre, parece, de mirada dulce. Vivió aquellos tiempos revueltos sin ánimo temerario, pero con una resignada dignidad que sólo perdía en manos de su hija Candelita y su infantil afición a peinarle mientras dormía. Fue maestro. Y cada uno de sus hijos, Pepe, Juan y Candela, nacieron en pueblos o ciudades diferentes. Amaba a los animales como pocas personas los aman. Llegó a tener hasta una cabra de nombre Rosita, como mi abuela. Una gallina, periquitos, conejos y un camaleón. Mi madre le vio llorar un día por pisar un grillo que guardaba en un cajón, y cuya clase reconocía por el escudo que formaban sus alas. El padre de algún alumno le regaló un día un conejo, práctica habitual en esos tiempos con los maestros de escuela. A éste primero, le siguieron otros, claro. Y faltos de espacio, ya que su destino no era nunca la cazuela, los fueron acomodando en una jaula del balcón, conocido en el barrio, desde entonces, como el "balcón de los conejos". Con mucha tristeza, y ante lo insostenible de la situación, tuvo que ir, me dijeron, regalándolos. Le gustaba la enseñanza y la lectura -su amplia biblioteca personal, hoy perdida, era prueba más que suficiente- pero su pasión era el mar. Decían que le hubiera gustado ser marino. De hecho, había nacido en Málaga y vivió gran parte de su vida, hasta su fallecimiento, en Melilla. Siempre que podía daba largos paseos por el "muelle", como allí le dicen al puerto de mar. Supongo que su mirada, al contemplar el mar, le haría sentirse feliz. También mi tía Candela, mi tío Pepe y yo misma hemos heredado este placer marino que comparto con Pepe, mi marido. Me produce una gran emoción su color recortado por el cielo, su olor, su brisa y esa gran belleza que siempre tiene el mar, aun cuando esté tormentoso o enojado. Nosotros paseamos por allí muy a menudo, disfrutando de esos momentos, ahora, con Mona. Mi abuelo murió por "el qué dirán", preocupación constante en mi familia. Una operación de estómago innecesaria, que su hijo mayor Pepe, médico, le desaconsejó en una carta con un NO TE OPERES bien grande; pero a la que él, claro, se había comprometido y "qué iba decir la gente" si se hacía atrás. El "qué dirán" marcó su absurdo final. Yo no quiero vivir condicionada por "el qué dirán" y menos morir. Siempre he luchado por vencer esa lacra que acompañó a mis padres y a mi tía Candela, con quienes he compartido techo desde que nací hasta que me casé. Gracias a mi pareja he ido aprendiendo a no darle tanta importancia. Creo haberlo conseguido en buena medida.

Dedicado a los Pepes que aquí nombro.

1 comentario:

Unknown dijo...

No tenemos que guiarnos por "el qué dirán", si no por aquello que -racional y emocionalmente. hemos decidido como bueno.

Todavia recuerdo el agradable paseo que dimos por el puerto de Valencia el verano pasado, Yo, Rosa, Pepe y Mona claro.

Que la historia de Pepe Martín, maestro, nos ayude a pensar en la importancia de ser uno mismo y de que no nos arrebaten nuestro yo, como decía Unamuno.

Raúl Sebastián