sábado, 26 de junio de 2010

El ADN de la infancia


No sé quién hizo esta foto. Pero la familia está al completo. Mi padre con nosotros, mi madre de telón de fondo en la puerta y mi hermana y yo en el banquilet -palabra tan incorrecta como todas las que realmente importan en la vida. Años después, como podéis observar más abajo, las hijas de mi hermana repetirían, actualizando -sólo hay que comparar la ligereza de ropa-, aquella escenografía. Puedo asegurar, eso sí, que el fotógrafo, en esa ocasión, fue su abuelo, mi padre. Dada la absoluta falta de vanidad que presidía cualquiera de los actos de mi progenitor, puedo confirmar que ninguna intención de réplica guió su objetivo. Simplemente sucedió. Posiblemente él lo sintiera como un déjà vu, pero como no sabía francés y la psique la diluía, cuando era menester, en un cerveza bien fría y una úlcera, la rareza emocional debió ser bastante más que pasajera para él. Miremos las fotos. Lo primero que comprobamos, no sin cierta inquietud, es que los hermanos mayores miran fijo a la cámara y nunca los pillas fuera de pose. Los menores, sin embargo, o quedan congelados en la monada que pretendían o bien están en otro mundo más cercano al rollito de primavera o al petisuisse que al glamour de las fotos con aspiraciones. Además, y a poco que os fijéis, el nivel del suelo se ha elevado como cuatro dedos respecto del banquilet, cosas del cambio climático, digo yo. Pero centrémonos en lo que realmente importa. Sin Severo Ochoa nunca entenderíamos qué une a estas dos instantáneas. Recuerdo que en esa época donde casi todo lo entiendes, pero en la que disimular es tu único salvoconducto -es decir, la infancia- los vicios inconfesables y las inclinaciones artísticas solían disculparse con un lo lleva en la sangre, versión tradicional de las marcas genéticas más sofisticadas de hoy en día. Analice su ADN y sepa con una antelación de 50 años, pongamos por caso, de qué forma morirá. Lo cual le permite angustiarse el resto de su vida, si un benefactor accidente no lo remedia. Pues sí, mis sobrinas llevan en la sangre esa forma inconfundible de quedar reflejados en el tiempo, que viene de familia. De un pasado gris y mate, a un presente de colores domésticos y pocos brillos. De un tiempo en el que las alegrías se pagaban caras, a otro que se obstina en que lo caro lo pagues con alegría. De un mismo modelo de sandalias en tonos distintos, a las diademas azul y rosa intercambiables. Y aquí entramos en otra dimensión. El ADN de la infancia se caracteriza por la omisión del gen de las horas. Vivíamos un tiempo sin horas, diría el poeta. Con la primera comunión llegaba tu primer reloj -casi siempre viejo, heredado de algún familiar o, simplemente, de segunda mano- y, si eras un niño normal lo rompías ese mismo día. Ya vendrá el tiempo de las horas y las saetas envenenadas del arquero. Así que, mirando estos dos instantes suspendidos en la memoria, creo comprender los tiempos que no pasan o, si lo hacen, es totalmente en balde. Y no es gracias a Dios, claro, sino al ADN.

3 comentarios:

Sara dijo...

Que foto mas bonita! y el texto precios, me encata, y que gracia que se haya repetido! En los videos de cuando éramos pekeñas se repie exactamente la misma imagen que la vuestra, la yaya en la puerta, y el yayo con nosotras sentada a mi lado mi hermana el la otra parte exacmente igual que en vuestra foto!

UN BESITOO!

Sara dijo...

Por cierto pasame en alta calidad esta foto si la tienes que la quiero tener

besitooss!

Concha dijo...

Recuerdo ese momento,yo estaba enfadada porque no me dejaban quitarme el "delantalito".No estaba lo bastante perfecta para la foto,ahora me da mucha risa la rabia en mi cara de niña.Un beso.