lunes, 28 de junio de 2010

Mona en la playa

La más peluda, petite y blanca locomotora se ha puesto en marcha. Y no hay quien la pare. Paso inquebrantable, caballos desbordados, vapor infernal y resoplidos, vatios y voltios, pondios y repondios. El mar de arena le espera, señores, y sus dulces y enloquecidas carreras son la bienvenida de la primavera y la alegría. Una. Otra. Y otra una. Entre las piernas. Te rodeo. Te ato, botín apache. Me revuelvo, cambio la dirección. Un… dos… Un, dos, un, dos… Y corro, corro como si en ello me fuera el pipi-premio más grande del universo. La maravillosa estela láctea de las cumbres heladas del Marahachinapurna. El recoleto aparte romántico del amor de las tardes color añil. Las aladas selvas de un Amazonas sin nombre ni lugar. ¡Cuidado, que freno! ¡Que quiten ese bancal!…
El hocico azucarado de arena, la lengua al fresco y las toses terrosas. Ahora escarba en la humedad de las sombras para enterrarse como los avestruces. El sol es tan luminoso que no se refleja en nada. No vale la pena. El agua tan azul, que el cielo se ha quedado de piedra, mudo. Y la arena es tan amable como una sonrisa atravesada de sueño. Mira el horizonte y dime, Mona, si comprendes el fulgor y la inquietud que despierta en los hombres. Ese lugar siempre desconocido, escurridizo como el mercurio y los reojos. Esa imposible línea resultado del quimérico encuentro de dos eternas paralelas. Y, sin embargo, hacia él vamos, como a la vida, sin más norte que una pinta –bravo por los marinos de noabajo- de cerveza helada o un vaso de vino –bravo por los de noarriba- en cuyos fondos hasta el sol quiebra sus rayos omnipotentes. Quien defina la belleza acabará con el mar. Quien defina el mar acabará con los sentimientos. Quien define el sentimiento acaba como un traje. Por eso la belleza está para bañarse, los sentimientos para llenarse de arena dorada los más íntimos lugares y el mar… para las locomotoras blancas. C’est comme ça! C’est comme ça! C’est comme ça! C’est comme ça!

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