domingo, 22 de agosto de 2010

¡A ver qué pillo!

Arriba. Abajo. Izquierda. Derecha. Subo. Y otra vez aquí. Nada. Vuelvo a comenzar. Parece que… Pero no. Bueno, así es esto. Pasas cien veces por el mismo sitio y… voilà, cuando menos te lo esperas… No, tampoco esta vez. Caray, qué mañanita. Nada cae de sus manos, nada descuidan, todo lo apoyan bien. Jo!… Pero la esperanza es lo último que se pierde. Mira, mira… qué te decía, ahí está… qué nerviosa me pongo… que me meo… que va a caer… que me lo dice el cuerpo, lo presiento, sííí… Y se lanza en un sprint suicida ¡Eso es mío! ¡Que nadie lo coja! ¡Que nadie lo toque!… Pero bueno, cómo puede ser… Ni jugándome el hocico a cien por hora lo alcancé. De la pura nariz me lo han quitado… Un poco más y se zampa el calcetín. ¡Ya te dije que fueras con cuidado! Bueno, no te pongas así… Está visto que hoy no es mi día. Empecemos de nuevo. Cocina, pasillo, comedor, pasillo, cocina, pasillo… Nada, que no. ¿Es martes y trece? ¿Se olvidan de quién soy? ¿Acaso porque abrevien mi nombre pierde su alta potestad y rango? Soy POMONA, no Mona, y soy la diosa de los frutos; como FLORA, mi aromática hermana, lo es de las flores. Y voy de cosecha. Eso. Que os enteréis! Que os quede bien clarito!… Pero el suelo sólo está sembrado de sus juguetes. Ni un mísero papel, ni una bolsa o un crujiente celofán que desgarrar. Rien de plus, piensa. Y sigue su ronda, girando, como acostumbra, al ritmo del vals. Y un… dos… un, dos, tres… Pasillo, cocina, pasillo, salón, pasillo, estudio… Buf!… Me tumbaré un rato. Como si abandonara. Eso los confiará. Así, con el morrito sobre el suelo, sin consuelo posible. Oh! qué pena penita más grande tengo… Fijaos, qué triste es ahora la música, n’est-ce pas? Es un vals-mussette, una lágrima de vals en el París ocaso más violeta que imaginar podáis. Pero, qu’est-ce qu’il y a? Mira en derredor. Mon dieu, n’est pas possible! ¡Ya lo tengo! Y el fino y nuevo calcetín de seda cuelga, en un bendito equilibrio de caliqueño, de su comisura izquierda. Ágil, pero sin correr –no levantemos la liebre- desaparece, con un reojo retrovisor, de la escena. Ahora, bien sujeto por sus manos, Mona chiclea el fruto de su paciencia ante nuestra histeria de novatos padres para tan sabia aprendiza. Pero, quítaselo!… ¿Cómo?… Grrrr!… ¡Me ha mordido!… La madre que la pa… A ver qué dices. Mira. Mona, mira… Mona, mira lo que tengo… ¡Humm, qué bueno!… Ven, toma… Jamoncito… del que a ti te gusta…¡Pipi-premio! Qué bien!… Sí, guapa, ven, suelta eso… si eso no se come… Grrr! Y, vuelves a intentarlo, con la galleta que la enloquece, con el dulce que la obnubila, con más jamoncito que la funambuliza, y con el chocolate que la traspone y metafisiza… Parece que olvidó el calcetín. Así, eso es, que no vea cómo te aproximas… Sí, ya casi lo tengo, ya casi estoy… Aprovechemos su levitar de cacao… Grrrr! C’est à moi aussi, comprenez-vous?… Grrr!… Coño, perdón, caray, qué susto me ha dado. Si miraba para Murcia. ¿Y, ahora qué?… Grrrr!

domingo, 15 de agosto de 2010

Amamos a partir de...

"Amamos a partir de una sonrisa, una mirada, un hombro. Con esto basta; entonces, en las largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter" Marcel Proust

"El enamorado celoso soporta mejor la enfermedad de su amante que su libertad" Marcel Proust

Después de las vacaciones veraniegas, en el lugar habitual, Cabourg, de la Costa Normanda, Proust retorna a París y vuelve a requerir, hacia el mes de octubre de 1913, los servicios como taxista de Odilon. Le pregunta cómo está su mujer, Céleste, y si se va habituando a la nueva vida. Odilon le habla de una especie de desidia y tristeza, melancolía, que embarga a su esposa y le dice: "No demasiado bien… no le gusta salir de casa. Yo trabajo, usted sabe lo que es eso: no llego siempre a las comidas y no tengo horario. Ella casi no come ni duerme. Cuesta creer que se deba sólo al cambio de ambiente". Proust escucha atento y le contesta: "Lo que ocurre, Albaret, es que su mujer echa de menos a su madre". Céleste se aburre en su nueva vida pese a la compañía que le supone la familia de su marido. Él trabaja casi todo el día, tiene varios clientes, no tiene horario. Y aunque es amable, cariñoso, comprensivo; aunque le hace salir de casa e incluso la lleva en alguna ocasión al teatro, parece que todo eso no basta. De hecho, a ella no le gusta mucho salir de casa.



Comprendiendo una necesidad que Odilon no imagina, Marcel le propone tomarla a su servicio como recadera, así podrá distraerse con algún quehacer diario. En estos momentos él acaba de publicar la primera entrega de En busca del tiempo perdido "Por el camino de Swann". Como la edición la ha hecho por su cuenta, en la editorial Grasset, la distribución de los ejemplares a familiares, amigos, conocidos y demás corre a su cargo. Odilon le comenta esta propuesta a su mujer y le dice sin presionarla que lo piense. Ella acepta el trabajo, lo que sin duda entra en abierta contradicción con su rechazo por los paseos parisinos.
Cuando Céleste entra al servicio de Marcel Proust, viven con él su valet, Nicolas Cottin con su esposa Céline como criada -mujer de mal carácter- y otra pareja muy joven: Alfred Agostinelli, antiguo chófer suyo, y ahora su secretario, con su compañera Anna. Nicolás prepara los paquetes de forma muy cuidadosa, los rosas para las damas y los azules para los caballeros. Pero Céleste nunca ve al señor de la casa, Cottin le daba las instrucciones y ésta, que apenas salía de casa, dedica ahora a su trabajo aproximadamente ocho horas al día.
En estos momentos Proust es un hombre feliz y animado. Dos sucesos importantes son los responsables. Uno, la primera entrega de esa gran novela que está proyectando -como algunos dicen: "esa gran catedral"- ya está en circulación y es recibida bastante bien por su círculo social. El otro, también feliz, pero tortuoso -dada esa lucha interior que siempre le acompañará, los celos- es que está enamorado. Como Swann, uno de los alter ego de su obra, Proust está viviendo el que a la postre parece ser fue su gran amor, Alfred Agostinelli.



lunes, 9 de agosto de 2010

Un amor a primera vista

Eduardo Haro Tecglen escribe un artículo sobre algo que le sucedió en París: su encuentro con una mujer muy especial. Parece ser que regentaba, mejor dicho, era la dueña, de una pequeña pensión llamada Alsacia y Lorena, en la rue Canettes de París, en donde éste se hospedó durante un tiempo. Un día le dejó un escrito, algo más largo que los habituales, acerca de un visitante que había ido cuando él no estaba, y al que describía perfectamente. Llamó la atención de Haro Tecglen lo bien detallada y precisa que era la nota. " 'Escribe usted muy bien'. 'Es que me enseñó mi señor'. Su señor fue Proust, y ella era Céleste Albaret… Años después, Celeste Albaret escribió un libro excelente, que se llamó Monsieur Proust" Como él dice, Céleste había sido: "hasta entonces el ama de llaves, o muchísimo más -secretaria, acompañante, confidente- [y]vivía inadvertida." Este libro trata de recuerdos recogidos por Georges Belmont en 1973 y fue traducido al español en 2004 por Elisa Martín Ortega. En su introducción, Belmont nos dice: "Cuando murió monsieur Proust, mundialmente famoso, en 1922, hubo una avalancha para conseguir el testimonio, los recuerdos, de la mujer a la que él llamaba su "querida Céleste". Mucha gente sabía que era la única poseedora (por haber estado junto a él día tras día, durante los ocho años fundamentales de su vida) de las verdades esenciales acerca de la personalidad, el pasado, los amigos, los amores, la forma de ver el mundo, el pensamiento, la obra, de ese gran enfermo genial... En definitiva que se mostraba ante ella, como ante nadie más. Céleste era el testigo capital, estaba en el centro de todo. Pero durante cincuenta años, no quiso hablar. Su vida, decía, había concluido con monsieur Proust. Si él se había encerrado como un recluso en su obra, ella sólo quería vivir recluida en su memoria". Céleste, hija de una familia humilde, procedía de un pequeño pueblo llamado Auxillac, en la región de Lozère. En 1913, con veintiún años, recién casada con Odilon Albaret, chófer de Proust, llegó a París y se instalaron en un departamento, de un edificio nuevo, en Levallois. Al principio se sentía algo perdida, sola y triste en aquella ciudad tan grande y lejos de su familia. Era una muchacha inexperta en las labores del hogar y poco desenvuelta tal como cuenta ella: "Mi cuñada me dio consejos y me enseñó algunas cosas… Además, mi marido mostró tanta delicadeza en todo, tanta amabilidad y tanta paciencia...". Odilon había pedido permiso a Proust para ausentarse un tiempo porque iba a casarse e instalarse con su mujer. Un día, propuso a Céleste acompañarle al 102 del boulevard Haussmann, para decir a monsieur Proust que volvía a incorporarse a su trabajo de chófer. Nicolas Cottin, criado de Proust, se empeñó en comunicarle a su señor la llegada de Odilon. Y es aquí, donde llegamos al punto más importante del motivo de mi relato. En las siguientes palabras de Céleste Albaret, intuyo e imagino lo que sintió esa mujer ante la presencia de Marcel Proust. Sin duda es lo que llamamos un amor a primera vista. La descripción que hace del "gran señor" que aparece de pronto, no es otra cosa: "Monsieur Proust vino a la cocina. Aún le estoy viendo. Llevaba sólo un pantalón, y una chaqueta sobre una camisa blanca. Pero me impresionó de inmediato. Vi que entraba un gran señor. Parecía muy joven. Estaba delgado, pero no escuálido, tenía una piel muy bonita y unos dientes blanquísimos, y le caía sobre la frente aquel mechón, que siempre vería en él y que se formaba por sí solo. Y esa elegancia magnífica y esa curiosa forma de estar, esa especie de contención que he observado después en muchos asmáticos, como si quisieran ahorrar los esfuerzos y el aire. A causa de su aspecto delicado, algunas personas lo han imaginado más bien pequeño, pero era tan alto como yo, que no soy baja, puesto que mido casi un metro setenta y dos. Mi marido le saluda, y monsieur Proust, que adivina quién soy me dice, mientras me tiende la mano: -Señora, le presento a monsieur Proust, desaseado, despeinado y sin barba-. Estaba tan intimidada que no me atreví a mirarle. Él dirigió a mi marido unas frases que no pude oír, porque, mientras hablaba daba vueltas a mi alrededor y yo advertía que me estaba observando. Pero, al mismo tiempo, percibí en él tanta delicadeza y tanta dulzura que esto me intimidó todavía más". La madre de Marcel, mujer muy culta , a la que él tanto amó, que por su exceso de protección se comportó en ocasiones como una tirana para su hijo, volvió así ha reencarnarse en una joven menos cultivada pero sensible, fiel, abnegada, paciente y enamorada. Una mujer desinteresada que nunca deseó nada más que vivir para su señor. Fue "ma chère Céleste".





martes, 3 de agosto de 2010

La petite valse

Mona, no lo entiendo ni yo ¿Cómo quieres que te lo explique? Hay hombres con caramelos malos. Brujas con grandes calderos que hacen consomé de niño. Reinas que cortan las cabezas. Y babas de caricias como vitriolo y vorágine que dejan profundas cicatrices en la mirada. Ya sabemos que el bosque está encantado y que los vacíos carruseles en el crepúsculo no son aconsejables para los niños, incluso si en su maletita llevan el antifaz, el peluche y los collares. Ya sabemos. Y como gran verdad, decimos: no te fíes. Nada cojas, de quien nada sabes. Vuelve a casa sin jugar y sin ver los atardeceres. No estés sola ni con tu sombra. No te creas que ancha y tuya es la tierra porque en ella naciste. Eso no basta. Acuérdate de Pinocho. Y así, sin apenas notarlo, nace la melancolía de los jardines. Las horas y horas tumbado en el escalón del mediosol y los tenues besos de luz colándose entre las hojas acartonadas del magnolio. Mientras, duermes con los ojos abiertos, comes rabos de trébol para endulzar el alma y huyes de las pepitas rojas del magnolio porque quieres bailar algún día al ritmo del vals. Un… dos… un, dos, tres… Luego, paseas. El jardín cerrado es seguro como una jaula de plata. Escarba en la tierra hasta que afloren las lombrices de café con leche. Hurga entre las flores y descubrirás el mundo. El jardín y su trabada cancela. El jardín y su fuente que no canta. La celinda más grande del universo y sus flores de nata para libar. Hay hombres malos como caramelos. Ogros que te quitan los besos para siempre. Castillos de incienso donde el diablo reclama diariamente su ración de paz eterna. Oscuros lugares donde se marchita la risa en cuanto entras. Donde el sol es un tubo blanco que parpadea sobre cuatro mapas de un mismo lugar sin magia. Sobre 100, y otras 100, y otras tantas, para recordar que no hablaré más en clase. O sobre tus dedos desaparecidos entre miles y cientos de miles de absurdas cuentas metálicas, aceitosas, de un collar imposible, entre millares de tornillos que borran tus huellas ya desgastadas… Y tú no sabes qué hacer con la maleta repleta de antifaces, peluches y collares. Es entonces cuando conoces algo tan extraño y agrio como el grito mudo del horror. Un grueso nudo, sordo, que te obstinarás, inútilmente, en tragar hasta el fin de tus días. Sí, existen caramelos malos como hombres. Odian la risa de los niños con maleta y antifaz. Les parten el lomo y el corazón. Los cubren de un polvo ceniciento que jamás podrán borrar. Y no creas que lucen navaja faltriquera o destella su único diente al sol. Mucho más simple: cuidado con los trajes cartoné y las caretas moderé. Cuidado con los abstemios y los que son “ejemplo de”… Llegarás a creer, o así lo esperan, que no sirves para bailar el vals. Ahora, Mona, escucha la petite valse. Es triste, sí, pero es tan real como una almendra amarga y tiene su rara esencia oriental. Un… deux… un, deux, trois… Su quieta melodía repite el tiempo sin avanzar. Obsesivo ritmo, compulsiva voz… Era un niño que calló. Dobló con cuidado el abrigo de paño vuelto. Fijó los ojos en el carrusel y decidió quedarse, cual pájaro triste y seco, en la jaula de plata del jardín. Alguien, muy respetable, le aconsejó, tras ofrecerle un caramelo, que la maleta y su contenido eran para olvidar. Te quedas atrapado en esta melodía espiral, en esta luz ligeramente lechosa de una tarde incierta barrida por el viento de las furias desatadas al abrir la maleta y prender fuego al antifaz, el peluche y el collar. Tú, Pomona, diosa de las frutas, sabes de quién hablo. Y te quedas atrapado para siempre en la idea de que aquello pudo ser mejor. De que aquello pudo no ser. De que aquello no debería nunca haber sido. De que aquel hombre nunca trajo caramelos, que en el jardín cantaba una fuente clara y un limonero, y que aquella alma en la vida fue, tan niña aún, como un carrusel vacío en el crepúsculo.

Foto de Roger Rodrigues

domingo, 1 de agosto de 2010

Haendel, la persona



"Haendel era alto y un tanto corpulento, y pesado en sus movimientos; pero su rostro, que recuerdo con tanta claridad como el de cualquiera que hubiera visto ayer mismo, estaba lleno de viveza y dignidad; así como impresa la idea de superioridad y genio. Era impetuoso, áspero y terminante en su comportamiento y en su conversación, pero totalmente privado de mala intención o rencor... El aspecto general de Haendel era un poco duro y agrio;pero cuando finalmente sonreía, era su amo el sol, estallando tras una nube oscura. Había un inesperado resplandor de inteligencia, agudeza y buen humor brillando en su rostro, que raramente he visto en cualquier otra persona... Haendel, que tenía muchas virtudes, no tenía vicio alguno que fuera nocivo para la sociedad. Realmente, su naturaleza requería una abundancia de sustento para mantener tan enorme masa, y era bastante epicureo en su elección; pero éste parece haber sido él único apetito que se permitía complacer" (Charles Burney, 1785)