También el alma, si quiere reconocerse, tendrá que verse en otra alma (Platón) À savoir, quelle tristesse de la valse heureux! (Mona) La monedita del alma se pierde si no se da (A. Machado)
domingo, 22 de agosto de 2010
¡A ver qué pillo!
domingo, 15 de agosto de 2010
Amamos a partir de...
"Amamos a partir de una sonrisa, una mirada, un hombro. Con esto basta; entonces, en las largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter" Marcel Proust"El enamorado celoso soporta mejor la enfermedad de su amante que su libertad" Marcel Proust
Después de las vacaciones veraniegas, en el lugar habitual, Cabourg, de la Costa Normanda, Proust retorna a París y vuelve a requerir, hacia el mes de octubre de 1913, los servicios como taxista de Odilon. Le pregunta cómo está su mujer, Céleste, y si se va habituando a la nueva vida. Odilon le habla de una especie de desidia y tristeza, melancolía, que embarga a su esposa y le dice: "No demasiado bien… no le gusta salir de casa. Yo trabajo, usted sabe lo que es eso: no llego siempre a las comidas y no tengo horario. Ella casi no come ni duerme. Cuesta creer que se deba sólo al cambio de ambiente". Proust escucha atento y le contesta: "Lo que ocurre, Albaret, es que su mujer echa de menos a su madre". Céleste se aburre en su nueva vida pese a la compañía que le supone la familia de su marido. Él trabaja casi todo el día, tiene varios clientes, no tiene horario. Y aunque es amable, cariñoso, comprensivo; aunque le hace salir de casa e incluso la lleva en alguna ocasión al teatro, parece que todo eso no basta. De hecho, a ella no le gusta mucho salir de casa.
Comprendiendo una necesidad que Odilon no imagina, Marcel le propone tomarla a su servicio como recadera, así podrá distraerse con algún quehacer diario. En estos momentos él acaba de publicar la primera entrega de En busca del tiempo perdido "Por el camino de Swann". Como la edición la ha hecho por su cuenta, en la editorial Grasset, la distribución de los ejemplares a familiares, amigos, conocidos y demás corre a su cargo. Odilon le comenta esta propuesta a su mujer y le dice sin presionarla que lo piense. Ella acepta el trabajo, lo que sin duda entra en abierta contradicción con su rechazo por los paseos parisinos.
Cuando Céleste entra al servicio de Marcel Proust, viven con él su valet, Nicolas Cottin con su esposa Céline como criada -mujer de mal carácter- y otra pareja muy joven: Alfred Agostinelli, antiguo chófer suyo, y ahora su secretario, con su compañera Anna. Nicolás prepara los paquetes de forma muy cuidadosa, los rosas para las damas y los azules para los caballeros. Pero Céleste nunca ve al señor de la casa, Cottin le daba las instrucciones y ésta, que apenas salía de casa, dedica ahora a su trabajo aproximadamente ocho horas al día.
En estos momentos Proust es un hombre feliz y animado. Dos sucesos importantes son los responsables. Uno, la primera entrega de esa gran novela que está proyectando -como algunos dicen: "esa gran catedral"- ya está en circulación y es recibida bastante bien por su círculo social. El otro, también feliz, pero tortuoso -dada esa lucha interior que siempre le acompañará, los celos- es que está enamorado. Como Swann, uno de los alter ego de su obra, Proust está viviendo el que a la postre parece ser fue su gran amor, Alfred Agostinelli.
lunes, 9 de agosto de 2010
Un amor a primera vista
Eduardo Haro Tecglen escribe un artículo sobre algo que le sucedió en París: su encuentro con una mujer muy especial. Parece ser que regentaba, mejor dicho, era la dueña, de una pequeña pensión llamada Alsacia y Lorena, en la rue Canettes de París, en donde éste se hospedó durante un tiempo. Un día le dejó un escrito, algo más largo que los habituales, acerca de un visitante que había ido cuando él no estaba, y al que describía perfectamente. Llamó la atención de Haro Tecglen lo bien detallada y precisa que era la nota. " 'Escribe usted muy bien'martes, 3 de agosto de 2010
La petite valse
Mona, no lo entiendo ni yo ¿Cómo quieres que te lo explique? Hay hombres con caramelos malos. Brujas con grandes calderos que hacen consomé de niño. Reinas que cortan las cabezas. Y babas de caricias como vitriolo y vorágine que dejan profundas cicatrices en la mirada. Ya sabemos que el bosque está encantado y que los vacíos carruseles en el crepúsculo no son aconsejables para los niños, incluso si en su maletita llevan el antifaz, el peluche y los collares. Ya sabemos. Y como gran verdad, decimos: no te fíes. Nada cojas, de quien nada sabes. Vuelve a casa sin jugar y sin ver los atardeceres. No estés sola ni con tu sombra. No te creas que ancha y tuya es la tierra porque en ella naciste. Eso no basta. Acuérdate de Pinocho. Y así, sin apenas notarlo, nace la melancolía de los jardines. Las horas y horas tumbado en el escalón del mediosol y los tenues besos de luz colándose entre las hojas acartonadas del magnolio. Mientras, duermes con los ojos abiertos, comes rabos de trébol para endulzar el alma y huyes de las pepitas rojas del magnolio porque quieres bailar algún día al ritmo del vals. Un… dos… un, dos, tres… Luego, paseas. El jardín cerrado es seguro como una jaula de plata. Escarba en la tierra hasta que afloren las lombrices de café con leche. Hurga entre las flores y descubrirás el mundo. El jardín y su trabada cancela. El jardín y su fuente que no canta. La celinda más grande del universo y sus flores de nata para libar. Hay hombres malos como caramelos. Ogros que te quitan los besos para siempre. Castillos de incienso donde el diablo reclama diariamente su ración de paz eterna. Oscuros lugares donde se marchita la risa en cuanto entras. Donde el sol es un tubo blanco que parpadea sobre cuatro mapas de un mismo lugar sin magia. Sobre 100, y otras 100, y otras tantas, para recordar que no hablaré más en clase. O sobre tus dedos desaparecidos entre miles y cientos de miles de absurdas cuentas metálicas, aceitosas, de un collar imposible, entre millares de tornillos que borran tus huellas ya desgastadas… Y tú no sabes qué hacer con la maleta repleta de antifaces, peluches y collares. Es entonces cuando conoces algo tan extraño y agrio como el grito mudo del horror. Un grueso nudo, sordo, que te obstinarás, inútilmente, en tragar hasta el fin de tus días. Sí, existen caramelos malos como hombres. Odian la risa de los niños con maleta y antifaz. Les parten el lomo y el corazón. Los cubren de un polvo ceniciento que jamás podrán borrar. Y no creas que lucen navaja faltriquera o destella su único diente al sol. Mucho más simple: cuidado con los trajes cartoné y las caretas moderé. Cuidado con los abstemios y los que son “ejemplo de”… Llegarás a creer, o así lo esperan, que no sirves para bailar el vals. Ahora, Mona, escucha la petite valse. Es triste, sí, pero es tan real como una almendra amarga y tiene su rara esencia oriental. Un… deux… un, deux, trois… Su quieta melodía repite el tiempo sin avanzar. Obsesivo ritmo, compulsiva voz… Era un niño que calló. Dobló con cuidado el abrigo de paño vuelto. Fijó los ojos en el carrusel y decidió quedarse, cual pájaro triste y seco, en la jaula de plata del jardín. Alguien, muy respetable, le aconsejó, tras ofrecerle un caramelo, que la maleta y su contenido eran para olvidar. Te quedas atrapado en esta melodía espiral, en esta luz ligeramente lechosa de una tarde incierta barrida por el viento de las furias desatadas al abrir la maleta y prender fuego al antifaz, el peluche y el collar. Tú, Pomona, diosa de las frutas, sabes de quién hablo. Y te quedas atrapado para siempre en la idea de que aquello pudo ser mejor. De que aquello pudo no ser. De que aquello no debería nunca haber sido. De que aquel hombre nunca trajo caramelos, que en el jardín cantaba una fuente clara y un limonero, y que aquella alma en la vida fue, tan niña aún, como un carrusel vacío en el crepúsculo.Foto de Roger Rodrigues
domingo, 1 de agosto de 2010
Haendel, la persona

